Tecuanes

Todos hemos visto la estatua del tipo con el sombrerazo a la entrada de nuestro Acatlán, ese señor “sombrerudo”, medio encorvado, de mirada recia… como retadora, que se muestra caminante y decidido, con una bandera en la mano derecha. Porta un atuendo que sabemos es vistoso, oscuro o blanco con adornos coloridos. Definitivamente dicho personaje -digno representante de nuestra tierra- te mira, te encuentra, te da la bienvenida y en el fondo de esa recia mirada te reta, te invita a que lo conozcas.

Hay historia alrededor de este personaje, hay tradición, hay danza. Todos en Acatlán hemos visto muchas veces las danzas tecuaneras, nos alegramos con ellas, disfrutamos con ellas, son una anécdota que se cuenta año con año, que se vive anualmente, que identifica a esta zona de la mixteca y es parte íntima de la esencia de nuestra pequeña ciudad.

La danza del Tecuán que tanto fascina a la gente de Acatlán, y no sólo a ellos, también a las personas que viajan a esta parte del mundo simplemente para tener la fortuna de presenciarla, es un evento que emociona a los testigos, un acontecimiento lleno de energía, de color, de alegría, de música, de creatividad, de hermosos vestuarios, de grandes sombreros, de misteriosas máscaras que llaman poderosamente la atención; donde vigorosos danzantes que parecen no cansarse nunca, impulsados seguramente por una fuerza divina o por un entusiasmo interno que no les permite detenerse, expresan su energía con gritos de júbilo, con gracia y movimiento que se conjuga en coreografías que parecen no terminar y, sin embargo, terminan frente al arcángel San Rafael.

¿Cómo empezar a contar una historia que todos conocemos? Porque es una historia digna de ser contada, aunque es probable que en Acatlán todos la conozcan. Pensemos de nuevo en la estatua ubicada en la entrada de nuestra localidad, pareciera que tiene vida propia, te habla, te observa, te dice desde el fondo de esa mirada: estoy vivo, y quién mejor que yo para contarte mi historia.